Por Gabriel Rodríguez / Opinión
La compra fallida de la terminal Servitux en el puerto de Tuxpan no fue un error aislado. Fue un intento deliberado de convertir dinero público en salvavidas para una infraestructura privada clausurada desde 2021, con antecedentes graves: deficiencias estructurales, riesgos ambientales y vínculos con el robo de combustible.
El monto pactado, 327 millones de dólares, ponía a Pemex del lado perdedor en un negocio donde el único beneficiado era el consorcio original, respaldado por el fondo estadounidense KKR.
Servitux nació como proyecto privado en 2018, obteniendo permisos de operación y explotación en los últimos meses del sexenio del presidente Enrique Peña Nieto.
Desde el inicio, tuvo padrinos de peso: Luis Téllez Kuenzler, exsecretario de Estado en tiempos de Felipe Calderón, quien además fungió como apoderado legal mientras era consejero de KKR.
La operación fue financiada con 4 mil millones de pesos.
Pero en 2021, la CRE clausuró la terminal por riesgos operativos y ambientales: tanques mal diseñados, construcción deficiente y daños potenciales al acuífero regional. Un desastre.
Aun así, a finales de 2024, Pemex reactivó negociaciones para comprar la terminal. La venta fue ofertada en 327 millones de dólares. La operación coincidía, sospechosamente, con el monto fijado años antes para venderla a la petrolera estatal.
Pero la nueva dirección de Pemex canceló la transacción a tiempo.
El responsable inmediato de esa intentona fue Eduardo “El Capi” Padilla Yebra, exsubdirector de Pemex Logística.
Promovió internamente la adquisición de Servitux y, al ser destituido, se negó a dejar su puesto. Fue necesario que la Guardia Nacional lo sacara de las oficinas, revelando la profundidad de los intereses que lo respaldaban.
Esa red no terminó con él. Sergio Rosado Flores, actual subdirector de Evaluación Regulatoria en Pemex, fue arquitecto de una terminal energética con capital 100% privado antes de entrar al gobierno.
Hoy, desde su nuevo puesto, favorece ese mismo modelo de infraestructura desde la trinchera pública, gracias a que, convenientemente, las decisiones técnicas y regulatorias pasan por él.
Gabriela Cano también figura en este grupo. Ha ganado poder real más allá de su cargo formal, con injerencia directa en decisiones técnicas y estratégicas, especialmente en aprobaciones de inversión.
Fuentes internas apuntan que su influencia ha sido clave en negociaciones de alto perfil.
En tanto, Blanca Marisa Mendoza Muñoz, responsable del abasto de combustibles, mantiene un perfil bajo pero actúa en zonas críticas de la operación logística.
Su cercanía con proyectos privados anteriores a su ingreso a Pemex ha despertado inquietudes, especialmente en torno a cómo se dirigen los flujos de combustible y qué actores se ven beneficiados.
Todos estos nombres aparecen, directa o indirectamente, vinculados a una red que desde 2019 ha impulsado terminales privadas en puntos clave del país: Cadereyta, Santa Catarina y posiblemente en el puerto de Manzanillo.
Terminales pensadas, diseñadas y promovidas en el sector privado, que hoy buscan ingresos presupuestales públicos, cobijadas por decisiones internas en Pemex.
Lo que antes se pensó como un proyecto de negocio, hoy se vuelve infraestructura “estratégica” bajo el paraguas del erario.
Servitux fue la puerta de entrada. Si no se rompe esta lógica, vendrán más. Y cada una costará más cara.