| Esteban D. Rodríguez |
La unidad nunca ha sido lo nuestro, incluso entre los antiguos mexicanos. En cuanto apareció Hernán Cortés con sus soldados, que era una especie de Trump de ese entonces, los tlaxcaltecas se le entregaron de inmediato porque vieron en el güero la oportunidad de saciar su tirria contra Moctezuma y sus humanitarios aztecas. Es cierto que no eran el mismo pueblo, sino parte del mosaico del Anáhuac, y uno estaba sometido por el otro, pero hasta había relaciones familiares entre ambos, por no decir, étnicas, culturales, etc.
Luego, tras la defensa de gran Tenochtitlán ¬“dos veces más grande que Córdoba”, dice Carlos Fuentes¬, los tlatelolcas alardeaban de haber llevado sobre sus espaldas toda la defensa, ante la “falta de hombres” entre los muchachos de Moctezuma. A este le había dado una especie de “síndrome de la margarita” que le impidió actuar con liderazgo en el momento en que más se necesitaba: Serán dioses, no serán dioses, me pondrá el muro, no me pondrá el muro…
Y en ello dilapidó la oportunidad y ventajas militares que habrían hecho de la captura de Cortés un operativo sencillo, más baboso que aquellos en que cayeron el Tigre de Santa Julia o el Chapo en el túnel de Mazatlán.
Ya en el coloniaje, la disgregación era mayúscula, y si a los yaquis les contaban que había desparecido cierta ciudad llamada Tenochtitlán, se hubiesen quedado con cara de supina incomprensión. Las capitanías y ciudades eran unidades independientes y sumamente distantes entre sí, por lo que, en el tránsito de una a otra, sólo la Divina Providencia y el Zorro –si era en el norte, que entonces era el centro geográfico– podían haberte protegido.
La Guerra de Independencia fue una serie de chispazos que de pronto, inopinadamente, ocurría en los alrededores de tu ciudad. En ciertos puntos del país fue gran llamarada, tan grande como fugaz y reincidente. Lo mismo ocurrió con otras “revoluciones”, que eran más bien regionales.
Durante la Guerra de Reforma estábamos tan divididos, que las diferencias no existían sólo entre centralistas y federalistas, conservadores y liberales. Había asonadas cada media hora por “quítame estas pajas”, o porque un caudillo estimaba oprobioso que no él, sino otro caudillo, estuviese en el poder. Después, la Nación, idea realmente exótica que únicamente abrazaban los miembros de lo que hoy llamaríamos el ”círculo rojo”, se dividió entre partidarios de la República y de los monárquicos –la vieja nobleza novohispana– que trajeron el imperio a Maximiliano y Carlota.
Si en algo se unió el país entonces, habrá sido en la chacota popular, como ocurrirá, andando los siglos, con harta frecuencia, sólo que ya sin el uso primordial de panfletos, pasquines o el chisme de tianguis y cantina –aunque estos dos pervivan–, pues ahora para eso están las redes virtuales.
En realidad hubo noción de nacionalidad más o menos extendida hasta después de la Guerra del 47 con los Estados Unidos. Durante ella no brilló tampoco la unidad. Independientemente de las superioridades técnicas del ya entonces profesional ejército gringo, los desarrapados militares mexicanos –que más de una cabellera rubia cortaron literalmente- se las arreglaron con bien pocos recursos, ante la cerrada negativa de la gorda iglesia católica mexicana de soltar recursos al gobierno para poder comprar armas y parque.
A diferencia de la primera, para la segunda intervención francesa, en los 60s del XIX, hasta los zacapoaxtlas formaron con éxito entre las filas de mi general Zaragoza, y del intrépido Porfirio Díaz. Tal vez fue el único momento de auténtica unidad mayoritaria ante un mismo objetivo.
Cuando se va Juárez y llega Díaz, la república de hacendados y oligarcas sí que era unida, al menos para los negocios. Vino la Revolución, que al fin alcanzó un consenso: había que subvertir el orden, ¿Para qué? Bueno, eso era diferente en cada caso, y en algunos había ideas tan acabadas como la de Francisco Villa que, pasado en limpio, quería una suerte unidades agrícolas y educación militar absolutamente para todos.
La política de masas del Cardenismo creyó unir a todos los mexicanos en sus organizaciones partidistas de comerciantes, obreros, campesinos, industriales. La verdad es que sólo se unificaron ideas que madurarían con el tiempo como identidad callada pero fiel del país: “el que no transa no avanza”, “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, “¡La corrupción somos todos!”…
En los 40s, la unidad nacional en México se estableció como una política de estado, que a su vez era un hueco lema de gobierno, y que en los hechos se traducía en un colaboracionismo ingenuo con los Estados Unidos. La parte propagandística del mismo fue el famoso Escuadrón 201 y sus suicidad y candorosas incursiones en combate.
El presidente Manuel Ávila Camacho llegó entonces al extremo de ceder soberanía territorial a la administración Roosevelt, a la cual permitió establecer bases militares en la costa mexicana del pacífico.
De no haber estado entonces la secretaría de Guerra en manos del ex presidente Lázaro Cárdenas, que gestionó sin descanso el desalojo de personal militar, vehículos e implementos técnicos de los estadounidenses de nuestras costas en el Pacífico, Trump tendría el día de hoy bases en Rosarito, Bahía de Banderas y Salina Cruz, para amedrentar aún más al pueblo mexicano.
Otras dos ideas unificaron a gran parte de los mexicanos, andando los años: Que “el sistema” era todopoderoso, ubicuo, arbitrario e imbatible; y que ante esas condiciones, resultaba simpático pero utópico, impulsar una democracia electoral que el desarrollo de las instituciones había dejado de lado, deliberadamente.
No obstante, de 1968 a 2000 hubo convicciones generales para resolver el problema, que iba de la revolución armada a la presión política para desembocar en un cambio democrático-electoral. Esto se consiguió en el periodo 1996-2000. Fue un logro común.
Pero no parece haber unidad de objetivos de largo plazo, fuera de convicciones y propósitos coyunturales. De hecho, en general, los objetivos siempre fueron “cosa del gobierno”, aspectos realmente vagos y cambiantes sexenio a sexenio. Lo más que llegó a ocurrir fue un diálogo informal entre el gobierno, las fuerzas políticas, y la intelectualidad, a través de la prensa.
Ese proceso quedó de manifiesto ante la globalización, y en ese contexto, la polarización ante las decisiones de los gobiernos mexicanos sucesivos de rematar la planta industrial propia, que hoy tanto nos serviría, pero que ya no existe.
Unos apoyaban ese remate como símbolo de modernidad y sintonía con las tendencias globales, otros acusábamos el peligro de deshacernos de todo cuanto teníamos. El proceso terminó con la trasferencia del mercado energético al sector privado, en la actual administración. Sólo nos quedó mano de obra barata y un endeble sector terciario.
Ahora que tanto nos serviría una planta industrial propia, y la unidad, no tenemos ninguna. Por eso parece contradictorio que aquellos que remataron la primera, convoquen a la segunda. Como sea, esta última es la única posible… e indispensable.
Por supuesto que hay fortaleza en la unidad, aunque la retórica oficial haya desgastado ideas semejantes. Ante Trump, y ante desafíos grandes y pequeños.
Al parecer, al margen de las diferencias de todo orden, naturales y deseables, los mexicanos venimos encontrando desde hace algún tiempo dos enemigos absolutamente comunes que pueden unificar propósitos: la corrupción y la usencia del estado de derecho.
Por eso tan relevante ver una presión crítica dirigida al presidente Peña Nieto, como es grave pretender dar cartas de limpieza moral –y por ello de impunidad– a cualquiera de las fuerzas políticas. La corrupción no tiene color partidista, como tampoco su expresión más grave, la impunidad misma, hijas de la falta de estado de derecho.
Es tan importante señalar hechos de corrupción en la familia presidencial y en los ex gobernadores priístas –Yarrington, los Duartes, Moreira, Borge, etcétera– como lo es indicar oscuridad de fortunas inmensas de distinguidos militantes de MORENA, PRD, y el PAN.
En el PAN hay casos impunes de corrupción, tráfico de influencias e implicaciones con el crimen, como los de los hermanos Villarreal que traficaban con “moches”, o el del ex dirigente César Nava, que tenía propiedades que no podría haber adquirido con ingresos lícitos; en el PRD hay casos tan graves que no conviene olvidar, como la corrupción de la familia Bejarano Padierna y cientos de pequeños reyezuelos impunes, especialmente alcaldes; en MORENA está la oscura fortuna de la familia Monreal y sus relaciones con personajes y hechos ligados al narcotráfico, y la inexplicable vida de lujos de los hijos López Obrador. Por no abundar en una lista interminable.
En realidad, no parece haber nadie con la autoridad moral suficiente para convocar a la unidad nacional. Claro que en cada partido hay también personajes respetables, pero son muy pocos, y ninguno da la estatura para efectuar convocatoria semejante.
Aunque deberían bastar, como convocantes de la unidad, la necesidad de repeler a los enemigos comunes: La corrupción, la impunidad, y Trump.
El miedo a que el presidente Peña y su partido capitalicen la unidad con fines electorales y personales, es una idea sumamente paternalista y que parece despreciar a una sociedad que ha identificado más rápidamente a los enemigos comunes de los mexicanos, incluido Trump, que la clase política.
Pero además, sería igual de legítimo sospechar que la explotación parcial de la unidad podría ser también un objetivo nítido de la izquierda.
Necesitamos hoy un presidente fuerte para que defienda con fortaleza a México en instancias externas (también lo necesitaremos en 2018); y adentro, una sociedad fuerte que distinga con claridad el interés nacional de las preferencias electorales. Al menos esta última, ya la tenemos.
El valor y mérito de la unidad es la diversidad en ella; no hay mérito en unir a quienes piensan igual, sino a quienes piensan diferente. El valor de la unidad no está en que seamos iguales y uniformes entre nosotros, sino respecto de un acuerdo, idea o propósito.
(Esteban David Rodríguez, @estedavid)<